El guardador de Rebaños - Alberto Caeiro
XXXII
Ontem à tarde
Ayer a la tarde un hombre de las ciudades
Hablaba en la puerta de la hostería.
Hablaba conmigo también.
Hablaba de la justicia y de la lucha para que haya justicia
Y de los operarios que sufren,
Y del trabajo constante, y de los que tienen hambre
Y de los ricos, que sólo tienen espaldas para eso.
Y, mirando para mí, vióme lágrimas en los ojos
Y sonrio con agrado, creyendo que yo sentía
El odio que él sentía, y la compasión
Que él decía sentir.
(Pero yo apenas lo estaba oyendo.
¿Qué me importan a mí los hombres
Y lo que sufren o suponen que sufren?
Sean como yo – no sufrirán.
Todo el mal del mundo viene de importarnos, unos con los otros,
Querer para hacer bien, querer para hacer mal.
Nuestra alma y el cielo y la tierra bástannos.
Querer más es perder esto, y ser infeliz.)
Yo en lo que estaba pensando
Cuando el amigo de la gente hablaba
(Y eso me conmovió hasta las lágrimas),
Era en como el murmullo lejano de los cencerros
En ese atardecer
No parecía las campanas de una capilla pequeña
A la que fuesen a misa las flores y los arroyos
Y las almas simples como la mía.
(Alabado sea Dios que no soy bueno,
Y tengo el egoismo natural de las flores
Y de los ríos que siguen su camino
Preocupados sin el saber
Sólo con el florecer y el ir corriendo.
Es esa la única misión en el Mundo,
Esa – existir claramente,
Y saber hacerlo sin pensar en eso.)
Y el hombre se calló, mirando el poniente.
¿Pero qué tiene con el poniente quien odia y ama?
IX
Sou um guardador de rebanhos
Soy un cuidador de rebaños.
El rebaño son mis pensamientos
Y mis pensamientos son todos sensaciones.
Pienso con los ojos y con los oidos
Y con las manos y los pies
Y con la nariz y la boca.
Pensar una flor es verla y olerla
Y comer un fruto es saberle el sentido.
Por eso cuando en un día de calor
Me siento triste de gozarlo tanto.
Y me dejo a lo largo en la hierba,
Y cierro los ojos calientes.
Siento todo mi cuerpo dejado en la realidad,
Sé la verdad y soy feliz.
XXXIII
Pobres das flores
Ontem à tarde
Sou um guardador de rebanhos
XXXIII
Pobres das flores